viernes, 20 de marzo de 2009

¿Cómo será la educación médica del futuro? Primera Parte



Por ser un artículo de gran interés en el área de la educación médica, me permito transcribir a continuación el texto completo de la conferencia ¿Cómo será la educación médica del futuro? del profesor Guillermo Jaim Etcheverry, médico PhD en Ciencias Básicas y académico argentino de gran trayectoria internacional, pronunciada en las jornadas INTRAMED 2008 en relación con la realidad actual y el futuro de la educación médica en el mundo.

Cuando se analiza el problema que plantea la educación médica, resulta habitual enunciar una serie de buenas ideas y mejores propósitos. La experiencia obtenida a partir de un contacto más estrecho con la formación universitaria, me ha llevado a pensar que este problema no es sino un reflejo de la situación del conjunto del sistema educativo.

Las tendencias que en él se observan influencian decisivamente mucho de lo que sucede en nuestras universidades en general y en nuestras facultades de medicina en particular. De allí que en esta ocasión haya decidido formular unos pocos comentarios relacionados con ese marco más amplio en lugar de desarrollar temas específicos.

Plantearé algunas ideas intencionadamente polémicas porque pretendo estimular la imprescindible reflexión sobre algunas de estas cuestiones. Estoy seguro de que la posición correcta seguramente se encuentra en algún punto intermedio entre las tendencias que hoy gozan de mucha popularidad y la visión que me propongo exponer. Lo hago, precisamente, como una contribución a la búsqueda de esa zona gris porque advierto el peligro al que nos puede llevar la adhesión acrítica, sin ninguna resistencia, a muchas de las tendencias educativas contemporáneas.

El cambio permanente

Entre los signos distintivos de la sociedad actual se pueden identificar la fascinación por la velocidad, el prestigio de lo nuevo, la obsesión que nos persigue por el cambio permanente. A esas tendencias no escapa la educación. Esta es la razón por la que las estructuras educativas, en todos sus niveles, están sometidas a constantes mutaciones.

Cuando se escucha el discurso de los reformadores de la educación, es preciso concluir que todo lo que se hizo hasta ahora tuvo resultados desastrosos. Gracias a la denigrada “pedagogía tradicional”, parecieran haberse formado una suerte de individuos estúpidos, memorizadores de informaciones inútiles, simples repetidores obsesionados por las evaluaciones, desmotivados por continuar aprendiendo durante el resto de sus vidas, dotados de un pensamiento infantil, incapacitados para trabajar junto con otros, bloqueados en toda discusión.

En suma, unos pobres y despreciables ignorantes, desprovistos de juicio crítico y carentes de personalidad. Como el resultado de esos métodos perversos somos nosotros mismos, hay que advertir que es a nosotros a quienes describimos cuando criticamos a los que hoy denominamos despectivamente “métodos tradicionales de aprendizaje”.

Los caracterizamos recurriendo al peor de los calificativos, porque para la sociedad actual no hay nada más degradante que considerar que algo es “tradicional”. En el contexto de una cultura que se horroriza ante el esfuerzo, que
concibe a los estudiantes como indefensas víctimas explotadas por un sistema despiadado, que ha decidido que el conocimiento de lo concreto ya no importa porque los datos están en las redes de información – antes estaban en los libros pero a nadie se le ocurría afirmar que había que ignorarlos – ha aparecido una pedagogía acorde con esas aspiraciones.

Es la que nos promete un estudiante activo, motivado, interesado por aprender durante toda la vida, dotado de pensamiento adulto, capacitado para trabajar con los demás. Muy diferente, en fin, de esto despreciable que somos nosotros mismos.

Una pedagogía desvelada por la relevancia y por eso centrada en lo “útil”, como si resultara posible anticipar qué y cuándo algún conocimiento nos será útil. Una pedagogía promotora del “estudiante entretenido” y activo, distante de quienes hoy se “aburren” ante la propuesta de estudiar algo en profundidad y con seriedad.

Una pedagogía estimulante de la discusión, aunque la sustancia del debate no refleje más que la ignorancia acerca de los aspectos más elementales de lo que se discute. Se reconocen entre estas muchas de las ideas que subyacen en no pocos intentos de renovación de la enseñanza en nuestras escuelas de medicina. Para peor, en muchos casos, a menudo ni siquiera contemplan la necesidad de disponer de los recursos materiales y de las personas que permitan encararlos con un mínimo de seriedad.

Desconocemos una realidad que nos señala, implacable, que no contamos ni con los alumnos ni con los docentes capacitados para desarrollar programas cuyos beneficios, además, están aún lejos de ser demostrados. Como todos nosotros conservamos el recuerdo del esfuerzo que nos demandó educarnos y, además, vivimos en una sociedad que mira con espanto toda apelación a ese esfuerzo, pensamos que lo podremos hacer más sencillo, más rápido, más “relevante”.

Olvidamos muchas veces que los estudiantes tienen derecho a comprender la complejidad, a enfrentarse con la dificultad, a ejercitarse en la abstracción. Por eso, sería muy saludable que sometiéramos a la crítica las teorías que sustentan los experimentos que hoy llevamos a cabo con nuestros indefensos alumnos.

Debemos advertir algo evidente en todos los niveles de la educación: los maestros están negando precipitadamente la función de enseñar que hoy parece haberse convertido en vergonzante. En una encuesta realizada hace pocos años entre docentes del ciclo primario y medio en la Argentina, el 73 % se considera “facilitador del aprendizaje”, mientras que solo el 13 % se concibe como “transmisor de cultura y conocimiento”.

El 61 % considera como su misión más importante “desarrollar la creatividad y el espíritu crítico”, mientras que solo el 28 % estima que de ellos se espera la transmisión de conocimientos actualizados y relevantes. El 13 % considera a esta, la transmisión de conocimientos actualizados y relevantes, su función MENOS importante.

Estamos así ante el milagro del desarrollo de la creatividad pura, en un vacío de conocimientos. ¿Serán tan creativos los adolescentes que, en número creciente egresan de nuestras escuelas, sin poder pronunciar frases dotadas de sentido, sin comprender lo que leen – según el estudio PISA 2006 el 58 % de los jóvenes argentinos de 14 años que están cursando la educación media carecen de la capacidad de comprender lo que leen – carentes de la capacidad de realizar simples abstracciones, todo ello como resultado del hecho de que a nadie le interesó enseñarles algo?

Existe un horror contemporáneo a asumir la responsabilidad de enseñar, porque esa actitud implica una asimetría en la relación docente-alumno que resulta políticamente incorrecta. ¡Hasta se ha llegado a debatir si quienes dirigen los “grupos de discusión” deben o no conocer los contenidos del curso. No es extraño, pues, que ante estas posiciones estén surgiendo en todo el mundo movimientos que se proponen, “volver a enseñar”.

Están convencidos que “prender a aprender”, como está de moda preconizar hoy, se aprende aprendiendo algo. Quiero proponer la tesis de que nos resistimos a admitir que la enseñanza es, ante todo, ejemplo. Ejemplo del maestro atraído por el conocimiento. Esforzado ejemplo a imitar con esfuerzo. Como lo afirmara Albert
Einstein, “Dar ejemplo no es la principal manera de influir sobre los demás; es la única.”

Estoy convencido de que el principal determinante de una buena escuela, de una buena universidad sigue siendo, como siempre lo ha sido, contar con buenos profesores. Eso trasciende el curriculum, la organización, el método, las computadoras, los proyectores, todo. Porque el objetivo central de una institución educativa que pretende ser importante es que sus alumnos entren en contacto directo con personas excepcionales.

Que las vean, las escuchen, las sientan pensar. Una vez que esos jóvenes han sido poseídos por el virus de lo absoluto, una vez que han visto, oído, hasta olido la fiebre y el fervor de aquellos que buscan desinteresadamente la verdad y, en nuestro caso ayudar compasivamente al otro que sufre – que es lo que siempre hemos intentado hacer – persistirá en ellos algo de esos resplandores singulares.

Por el resto de sus vidas o de sus carreras, en la mayor parte de los casos rutinarias y poco distinguidas, esas personas llevarán dentro de si alguna defensa contra el vacío interior. Muchas estrategias de modernización nos pueden conducir al descenso en la calidad de la enseñanza, superficializándola y acentuando su banalidad.

Lo que es peor, la tecnocracia educativa conduce al desprestigio de la figura del docente, que es quien representa el valor social del conocimiento. Al desvalorizar la persona del docente, mostramos a las jóvenes generaciones que lo que ellos hacen no nos interesa.

Un profesor de la Universidad de Mc Master en Canadá, decía no hace mucho: “Pienso que, particularmente desde los años 80, la palabra maestro se usa cada vez menos debido a lo que creo es un concepto equivocado de promoción de la persona como entidad individual y no dependiente de sus modelos”.

Citaba luego a uno de sus alumnos que señalaba: “En las universidades hay muchos profesores, pero pocos maestros”. Es tristemente cierto. Lo que esos maestros enseñan, a quienes enseñan y el dónde y el cómo enseñan, continuarán cambiando. Pero lo que no debería cambiar es lo que significa para la sociedad la esencia de esa enseñanza: el ejemplo del maestro.

En el contexto de una práctica de la medicina como la actual, guiada crecientemente por consideraciones económicas, es más importante que nunca educar además de entrenar, al futuro médico, para que al menos conserve el núcleo de convicciones que han distinguido a nuestra profesión, hoy tan gravemente amenazada.

Convicciones que nos han llegado prácticamente intactas desde la época de Hipócrates, como se advierte en el Juramento Hipocrático, uno de los más bellos documentos que ha producido la ética humana. Esa línea sigue inmutable, porque hoy los médicos seguimos haciendo lo mismo. Aunque utilicemos técnicas muy distintas a las de entonces, no debemos perder de vista la esencia de nuestra misión. Una misión humana por excelencia, transmitida por humanos que saben y que saben hacer, una misión intraducible a los criterios de eficiencia de las empresas.

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